Contentos por la victoria del Barça en Londres la noche anterior, nos levantamos pronto en un día que amenazaba de todo menos sol. Aunque la idea en un principio era ir directamente a Amberes, después de pensarlo mejor, decidimos ir previamente a visitar el famoso Atomium.
El Atomium es una estructura de más de 100 metros de alto que representa el mundo atómico. Fue construido para la Exposición Universal de 1958 (Xavi, tenías razón ;) y gustó tanto que fue conservado posteriormente.
Se encontraba en la otra punta de la ciudad y nos recomendaron el tranvía para ir. Y el tranvía se tomó su tiempo, porque tardamos más de 40 minutos en llegar. Eso sí, atravesamos diagonalmente toda Bruselas en un lindo tour turístico.
Una vez allí, las circunstancias impidieron una visita más extensa: hacia un frío de cojones (empezaba a nevar), teníamos que volver a la estación para ir a Amberes y en veinte minutos caducaba el billete del tranvía. A decir verdad, tampoco es que hubiera mucho que ver, salvo el interior de las estructuras esféricas y previo pago de “no sé cuantos pero seguro que muchos” euros.
En definitiva, que tras una rápida visita nos encaminamos a la estación de metro que nos llevaría a coger el tren. Esta vez fue más rápido y en apenas quince minutos ya estábamos comprando los billetes del tren que saldría a las 10.30 para Amberes.
Amberes, cuyo nombre original es Antwerpen, es la segunda ciudad más grande de Bélgica. Está atravesada por el río Scheldt y posee uno de los puertos comerciales más importantes de Europa. Antwerpen está situada al norte del país, cerca de la frontera holandesa y es la ciudad que vio morir al pintor Pietro Paolo Rubens.
En menos de una hora nos plantamos en la estación, muy bonita, que había conservado toda la parte antigua de su estructura. Lo primero que nos llamó la atención fue que, al contrario de Bruselas, aquí no había un maldito cartel en francés, estando todo escrito en alemán/flamenco. Por consiguiente, a carteles en idiomas raros le acompañan personas hablando en idioma raro; así que el panorama no era muy alentador.
El día había mejorado ligeramente y aunque seguía haciendo bastante frío, el sol hacía esfuerzos por dejarse ver. Salimos de la estación y observamos que en el exterior, obras. Sorteándolas, y con plano en mano, nos dirigimos al centro histórico. Lo primero en aparecer fue la calle peatonal-comercial presente en todas las ciudades donde están todas las tiendas (¿¿Para cuándo Menacho peatonal??). En ella había edificios muy antiguos realmente bonitos, con la salvedad de que en plena fachada del s. XVI te encontrabas con un cartel de McDonnals, Mango o la Fnac, lo cual desentonaba un poquillo.
Cercana a esta gran calle se encuentra la casa-museo de Rubens, con pinturas y objetos del artista. Proseguimos la visita y más adelante llegamos a una gran plaza (foto), donde una estatua del pintor la presidía.
Justo al lado estaba la catedral, con una torre-campanario muy alta. Iba siendo hora de comer y se notaba, pues todos los pequeños restaurantes cercanos, en su mayoría italianos, agasajaban a los viandantes y les invitaban a pasar y saborear sus apetitosos menús. Finalmente nos decidimos por uno de ellos, aun a pesar de llevar la comida ya preparada, pues el frío no recomendaba comer a la intemperie.
Al terminar nuestros tallarines al pesto (Prado) y la pizza de champiñones (yo) nos enfrentamos nuevamente al gélido día y nos encaminamos a la catedral. Estábamos prácticamente al lado así que no tardamos mucho en llegar. Pero si tardamos poco en llegar, menos tardamos en salir cuando vimos que nos pedían 2 euros por entrar. ¡JA! Me parece indignante que la Iglesia me pida dos euros por ver un edificio después de haber estado chupando del bote mil años (y en algunos países aun sigue chupando) ¿Ahora el Vaticano es tan pobre que necesita mis dos euros para sobrevivir? No lo puedo evitar, cada vez que una iglesia cobra por entrar, me pongo de mala leche (otra cosa es que hubiera aparte un museo o una exposición).
Dejamos atrás la catedral y nos dirigimos a la plaza del Ayuntamiento, la Grote Markt (foto). El ayuntamiento estaba adornado con varias banderas que ondeaban con valentía alentadas por el mismo viento que nos azotaba la cara descaradamente. Alrededor de la plaza, los omnipresentes puestos de recuerdos intentaban atraer la atención de los turistas.
En medio de la plaza se encontraba el aguerrido Silvius Brabo, centurión romano, cortándole la mano a Antigoon. La estatua estaba realizada en metal y mediría seis metros de altura. Posiblemente en verano fuera, además, una encantadora fuente, pero en aquellos instantes, se agradecía la ausencia de agua.
Según cuenta la leyenda, antiguamente vivía a orillas del río un gigante, Antigoon, quien exigía un peaje a todo aquel que cruzase el río. Si no podías pagar, el negociador gigante te cortaba una mano. Pero en esto que llegó un día Bravo, que quiso atravesar el río pero no tenía con qué pagar. El gigante, como mandaba la tradición, le intento seccionar la mano, pero el astuto muchacho logró cortarle a él la mano y tirarla al río. No quedó claro si el pobre y manco gigante se murió, cambió de trabajo o se jubiló directamente. El caso es que la estatua representa a Brabo con la mano del gigante a punto de arrojarla. También hay por medio un dragón que no sé muy bien qué pinta.
Esa es la leyenda y de ahí viene el nombre de la ciudad: Ant (mano) y werpen (tirar) ¡Antwerpen! Curioso, ¿verdad?
Después de un par de fotos de rigor, el río no caía lejos. Sobre el paseo fluvial, contemplamos el ancho y caudaloso río. A lo lejos se distinguían las imponentes grúas para descargar barcos.
El museo militar colindaba con el paseo. Era una antigua fortificación que haría las funciones de vigía frente al río. A la entrada había ubicada una estatua del fiero Antigoon atemorizando a dos niños (foto)
Hubo tiempo para una vuelta por las inmediaciones. Llegamos justo hasta la “escuela de capitanes” y ahí emprendimos el regreso, callejeando y utilizando el mapa lo menos posible. Cuando nos quisimos dar cuenta, desembocamos en la calle comercial del principio, rumbo a la estación. En el camino nos permitimos una parada en un “fast-coffe” que tanto afloran últimamente. Mientras disfrutábamos del calentito y reconfortante café, observamos con sorpresa y cierta morbosidad la caída de una señora en medio de la calle, el alboroto a su alrededor y la posterior llegada de la ambulancia. Por mi parte y para evitar problemas legales, me abstuve de intervenir en mi rol de “enfermero-salvador” pues carecía del permiso de trabajo belga ;-)
En esos momentos eran las 6, hacía más frío aùn y estábamos realmente cansados. Todo ello motivó que la visita nocturna fuera suspendida. Satisfechos por la jornada, volvimos a Bruselas, con ganas de descansar y seguir con nuestro extraordinario viaje el día siguiente.
Habrá que creer…
Hace 11 años
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